Título original: Amour Director: Michael Haneke Guión: Michael Haneke Música: Franz Schubert, Ludwig Van Beethoven, Johann Sebastian Bach Reparto: Jean-Louis Trintignant, Emmanuelle Riva, Isabelle Huppert Distribuidora: Golem Estreno: 11/01/2013
Gritar, callarse. Respirar, ahogarse. Sobrevivir, morir. Nada ni nadie puede evitar el hundimiento, parar el calendario y darle marcha atrás a los días. Y volverlos a vivir. Porque el oxígeno da vida pero también oxida. Porque tras la enfermedad puede esconderse la soledad ajena, el llanto, la impotencia. Porque el amor no está al alcance de cualquiera, ni es gratuito ni perdurable.
Michael Haneke vuelve a retorcer la rama de la existencia con un guión lleno de alma y tragedia. La batuta del maestro obedece a los caprichos de esta singular misa de réquiem. Una historia regalada entre cuatro paredes, íntima, asfixiante y capaz de cercenar el desenlace humano de un solo sablazo. Como solo él sabe hacer.
En Amour reaparecen las misma técnicas pero con elementos más austeros y cotidianos. Son dos voces que se hablan entre sí sin escucharse, que agonizan y que van sumiendo la casa hacia un silencio roto por la falta de aire y la decadencia del cuerpo. Una historia tan íntima en la que la morbosidad no tiene lugar ni cabida.
Es sorprendente el ritmo ágil y liviano que posee la película pese al dramón a cuentagotas que nos va contando. Una muestra de que Haneke logra hacer inquietante lo que otros directores convertirían en auténticos plomos. Y lo consigue gracias a elementos narrativos muy sutiles y eficaces como dejar que el peso de la tragedia recaiga sobre todos los personajes, pero dejando abierta la puerta a pequeños soplos de aire de vida exterior: la melodía de un CD, la visita de una hija despechada, la esporádica ayuda de un vecino... Amour no nos habla por tanto de la muerte repentina, ni de lo bella o fea que es la vida. Es el fin de los días narrado de la forma más real, severa y desoladora posible y sin caer en el cuento apocalíptico. Sin heridas físicas, mortajas ni exageraciones. La rutina de los ancianos se convierte de la noche a la mañana en una pesadilla, pero podría ser igual o peor dos pisos más arriba.
El resultado es un retrato de la vejez tremendamente veraz y sensible. Una oda al paso del tiempo. Al desenlace inevitable. Al fin y al cabo, ¿qué es la vida? ¿qué es la muerte? Jamás fueron justas, pero sí hermosas. El decaimiento no olvida el pasado ni elimina el amor mutuo sino que lo refuerza, lo hace necesario. Y ese "amor" que Haneke quiere que veamos es el más ciego e imperceptible. El amor capaz de alargar la supervivencia del opuesto cuando este se ha rendido, el que se queda a escuchar el testamento del otro aunque la voz quebrada ya no permita entender nada, el que se entrega en cuerpo y alma sin pedir recompensa ni agradecimiento. Eso es Amor y no el de Notting Hill.
Pero por desgracia nadie es de piedra. La desesperación del hombre por querer recuperar el pasado en vano va in crescendo. Es un latido persistente, visceral, insoportable. Como un cuervo posado en la cima del salón que no cesa de exclamar "nunca más". Hasta que la locura se hace dueña del espacio y sume la casa en oscuridad.
Las lágrimas se escapan.
La puerta se cierra.
Fundido a negro.
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