lunes, 23 de septiembre de 2013

'La Mejor Oferta' - Tornatore necesita un misterio interior



Título original: La Migliore Oferta  Director: Giuseppe Tornatore Guión: Giuseppe Tornatore Fotografía: Fabio Zamarion Música: Ennio Morricone Reparto: Geoffrey Rush, Jim Sturgess, Sylvia Hoeks, Donald Sutherland, Philip Jackson, Dermot Crowley, Liya Kebede, Kiruna Stamell Distribuidora: Filmax
Premios: 6 Premios David di Donatello, inc. mejor película y director

Al comienzo de La Mejor Oferta, Virgil Oldman (Geoffrey Rush en uno de los mejores papeles de su carrera), un rico marchante de arte salido como de otra época, un hombre solitario aislado del mundo más allá de toda idílica mediación artística, le dice a su único “amigo” Billy (un correcto Donald Sutherland interpretando a un artista frustrado por su especialista amigo): "El amor por el arte y saber sujetar un pincel no te convierten en artista. Necesitas un misterio interior y eso, mi querido Billy, tú no lo has poseído nunca."

Durante la primera mitad del filme, Tornatore demuestra ser plenamente consciente de ello. Después de Cinema Paradiso (1988) no creo que nadie dude de que el director italiano ama el cine y sabe sostener la cámara. Y tras la indiferencia con que sus películas posteriores fueron acogidas, tampoco creo que el director de Baarìa (2009) no se haya planteado si acaso le falta algo. Tal vez un misterio interior.


Este misterio interior es una mujer que insiste en vernos, en hablar con nosotros, pero a la que no podemos ver. Para un hombre como nuestro protagonista, capaz de vivir en una mansión que homenajea, como el propio director, los gustos más clásicos; con una colección de guantes -que le libran de contactar directamente con el mundo exterior- tras la que se esconde su mundo real: una colección secreta de retratos femeninos, todos ellos con un misterio, a los que es capaz de amar desde la idealización, únicas criaturas a las que toca con sus manos. Para un hombre así, la atención de esta mujer misteriosa, que vive encerrada en una mansión repleta de arte -incluidas las extrañas piezas de un enigmático mecanismo- es un misterio capaz, primero, de llamar su atención, fascinarle después y, finalmente, enamorarle.

Lo mismo le ocurre al espectador. El director de Cinema Paradiso ha logrado lo que se proponía. Una gran historia de amor y un fascinante thriller que no es un thriller, pues no hay muertes, ni asesinatos, ni investigación. Tornatore maneja la cámara y la narración con un clasicismo hipnótico, capaz de contagiar con ayuda de Ennio Morricone el misterio y la fascinación a los que se entrega el personaje. Creo que todos nos sentimos atraídos por esa voz que surge de una pared pintada a modo de trampantojo, como un falso vergel de cartón piedra (como resulta todo al final de la película, una vez finaliza el baile de máscaras). Disfrutamos siendo cómplices y testigos de cómo esa mujer misteriosa se introduce en los pensamientos del protagonista y en los nuestros; comprendemos a un Geoffrey Rush en estado de gracia en esa búsqueda desesperada por hallar un rostro para la voz que suena por teléfono en una de las mejores escenas del film; y gracias a la dirección también participamos gustosos a ese cortejo en que Virgil Oldman busca el origen de la enigmática voz y, después, el modo de encontrarse con su ojo a través de la ranura por la que es observado.


Pero a mitad de la película el rostro nos es revelado y con él desaparece el misterio. El deseo de ver a la mujer agorafóbica que no se deja ver se desvanece y la película que podría haber sido una digna heredera de Vértigo (Hitchcock, 1958) pierde el encanto. Ahora el espectador no sabe a qué atenerse y el relato ha perdido su fuerza.
 
El director de Pura Formalidad (1994) ha querido cambiar el registro de su thriller en un desafortunado giro a mitad de la película. Ahora hemos visto el rostro de la mujer, sabemos a qué corresponden las piezas que el protagonista ha ido encontrando y lo único que tenemos son indicios, soltados sin gracia e ignorados por el protagonista, que nos hacen sospechar de que algo anda mal: una llamada por teléfono con un tal “director” que siente celos, una advertencia de la novia de su amigo y la charla soltada por Sutherland a su amigo especialista en falsificaciones de arte sobre cómo las emociones también se pueden falsificar. A Tornatore ya no le importa lo más mínimo que toda obra de arte, en especial un retrato, deba tener un misterio interior. Lo ha olvidado por completo para centrarse en otro aspecto del arte, las falsificaciones, a partir de otra de las citas de su protagonista: “siempre hay algo auténtico oculto en toda falsificación".

La película se ha encauzado en un registro convencional. Perdido el misterio, la mujer protagonista ha perdido casi todo su interés, igual que la trama de las piezas, y solo queda un metraje innecesario (sobre todo lo relacionado con las dichosas piezas o la figura cansina y sobrante de la enana), y esperar que suceda lo que la mayoría de los espectadores habrán visto venir por adelantado. Hasta la dirección de Tornatore y la música de Morricone parecen haber perdido parte de su encanto.
 
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Spoiler:


Y aun así, hay un pequeño detalle en el previsible, forzado e inverosímil final que justifica y rescata esta segunda parte de la película. Se trata del mensaje dejado por los estafadores, ese recordatorio que obsesionará al protagonista hasta enloquecerle y que podrá contagiarse en una pequeña dosis al espectador: “siempre hay algo auténtico oculto en toda falsificación”. Sus amigos, su novia, estaban fingiendo sus emociones, sí, pero había algo auténtico, ¿qué era?. ¿De veras Sutherland le echará de menos? ¿Ella llegó a quererle como le confesó una vez descubierto el escondite de su colección? ¿Fue auténtico o fue fingido el momento en que hicieron el amor? etc. etc.

Aun habiendo caído la historia en la falsificación de sí misma tras el giro de guión, sigue habiendo algo de auténtico cine en ella.

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