viernes, 9 de noviembre de 2012

'Holy Motors': Inclasificable belleza de lo absurdo




Título original: Holy Motors Director: Leos Carax País: Francia Guión: Leos Carax Música: Neil Hannon Fotografía: Yves Cape, Caroline Champetier  Reparto: Denis Lavant, Edith Scob, Michel Piccoli  Distribuidora: Avalon Films Estreno: 16/11/2012


'Holy Motors' representa la ambigüedad de un director bipolar, inquieto, atrevido. El disparate roza el drama de todo lo que ocurre en el interior de la limusina donde el Señor Oscar (Denis Lavant) se cambia de disfraz desde el amanecer hasta la noche. Su camaleónica personalidad le transforma de un aparente hombre de negocios a una anciana, a un vagabundo zampaflores, a un killer, a un padre de familia... Son situaciones abstractas con una intención desconocida, cada cual más bizarra y absurda y vacías de un significado concreto. Por la contra muy bien narrados y con una extraña tensión poética que atrapa si vas con la batería bien cargada de paciencia... y dispuesto a quemar  muchas neuronas.

Da la impresión de que Carax juega con el público para que este eche la imaginación a volar y saque sus propias conclusiones sobre quién es ese extraño hombrecillo, cuál es su cometido, por qué tiene que pasar por todos esos grotescos estados y con qué sentido. El resultado es un cuadro tan bello como horroroso, con una metáfora implícita que termina en una interpretación hueca, sencilla de olvidar. Ni siquiera la bella y frágil Eva Mendes resucita el esperpento. No es ciencia ficción. No es fantasía. Es puro cine experimental inclasificable, que cojea precisamente por ser pretenciosamente lírico y bizarro. 


Aún superando los prejuicios, es difícil canalizar la semejante retahíla de burdos disparates que suceden en casi dos largas horas, acompañados además de diálogos vacuos y encriptados en un misterio que no se resuelve. Resulta absurda, entrópica, anárquica. Inevitable aburrimiento. Tanta paradoja sobre la identidad en tiempos de crisis alarga innecesariamente una cinta ya de por sí densa, y cuando llega el desenlace poco se tarda en pensar que lo que pudo haber sido una interesante distopía acaba por ser un mero bacile transgresor.

Sin embargo, puede que bajo el velo de monstruosidad que abriga al protagonista se esconda una hermosura sutil, culpable de una sensación agridulce de lástima por su búsqueda de humanidad en vano. Quizás sea en ese elemento de resuélvelo-tu-mismo donde puede refugiarse la genialidad de Carax. Sea cual sea su intención y el esfuerzo que le haya dado el espectador para intentar comprenderle, su experimento provoca tantos estados de ánimo que al final uno no sabe si odiarle, aplaudirle o reírse de él. El jeroglífico está servido. 

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